Cuando alcanza el borde del escenario, mueve el brazo para agitar a los 74.000 espectadores que abarrotan Wembley. Se sienta al piano, toca unas notas breves de calentamiento y ataca la melodía de Bohemian rhapsody. El público estalla. Cuando comienza a cantar y se hincha su vena del cuello parece que lleva una hora en el escenario y está interpretando los bises. Pero no, el concierto acaba de comenzar. Se empezaban a cimentar unos de los minutos más decisivos de la historia de rock sobre un escenario.
Posiblemente ningún otro concierto, ni disco, película o serie de televisión resumió mejor lo que fueron los ochenta que Live Aid, el evento musical que se celebró el 13 de julio de 1985, hace ahora 30 años, para combatir el hambre en Etiopía. En la década del glamour de las estrellas del pop, allí estaban todas. En los años del culto a lo excesivo, nada hubo más grande: dos macroconciertos simultáneos en Londres y Filadelfia, en enormes recintos deportivos, transmitido en 72 países y con una audiencia de 1.500 millones de espectadores (según The New York Times; 1.900 millones según la CNN) en directo por televisión. De aquel derroche de medios no es extraño que saliera la que muchos consideran la mejor actuación de la historia; y la protagonizó Queen.
Freddie Mercury se lució. Lejos de comparecer con aires de divo, Mercury (Zanzíbar, 1946) adopta un aire relajado y simpático, dando afectadas zancadas por el escenario, interactuando con las ubicuas cámaras (llega a abrazar a un ayudante) sin por ello dejar de transmitir una actitud potente, rockera, armado con su característico micrófono-bastón. Parece que está por todas partes: sentado al piano, adoptando poses aquí y allá, cogiendo una guitarra o bajando un peldaño para alentar al público. Y todo con pasmosa naturalidad, como si lo de cantar delante de esa multimillonaria audiencia televisiva fuera algo que hiciese todos los días.
Mercury se ganó al público sin necesidad de soltar speech alguno (el tiempo estaba medido); todo lo más, entabla con los espectadores un juego de cánticos a capella (con giros un tanto surrealistas) y les ofrece uno de los temas: “Esta canción está solo dedicada a la gente maravillosa que está aquí esta noche. O sea, a todos vosotros. Gracias por venir y darnos esta gran ocasión“, dice a modo de introducción de Crazy little thing called love.
Hasta su indumentaria ha quedado como icono de la moda rock star. “Lo que más me gustó fue ver al público sintiéndose parte del show. Cuando cantaba, era increíble”, dijo Freddie Mercury en un documental poco después. “Era el escenario perfecto para Freddie: el mundo entero”, declaró el impulsor del concierto, Bob Geldof, en el libro Freddie Mercury: the definitive biography.
Veinte minutos de delirio Pero no solo fue la avasalladora presencia de Mercury lo que hizo que su actuación pasara a la posteridad. Los 20 minutos que Queen tomaron el escenario (estaba estipulado un máximo de 18 por banda) fueron la sinopsis perfecta de un concierto de rock: baladas, ráfagas cañeras, cánticos para corear. En ese espacio de tiempo Queen interpretaron seis temas: comenzaron con un fragmento de Bohemian rhapsody que enlazaron con sus dos éxitos más recientes, Radio ga ga y Hammer to fall. Entonces Mercury se colgó una guitarra y recuperó ese tema que suena a viejo rock and roll, Crazy little thing called love. Como remate, sus dos himnos: We will rock you y We are the champions. Efectivamente, habían sido los campeones. Mientras algunas viejas glorias se habían juntado sin ensayar, Queen dedicaron una semana entera a preparar la actuación en el teatro Shaw, de Londres, según cuenta el asistente personal de Mercury, Peter Phoebe Freestone, en la biografía del cantante. “Nadie se lo había preparado, excepto Queen”, comenta Pete Smith, coordinador del concierto, en el mismo libro.
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